FUENTE: DIARIO CONTEXTO - Ago 24, 2021
El secuestro y desaparición de Ricardo Darío Chidichimo, por entonces meteorólogo recibido en la Universidad de Buenos Aires que tenía veintisiete años, es uno de los más de 440 casos de víctimas del juicio oral y público por los delitos de lesa humanidad perpetrados en los llamados Pozo de Banfield, Pozo de Quilmes y El Infierno de Lanús con asiento en Avellaneda que se lleva delante de forma virtual una vez por semana desde fines de octubre de 2020 ante el Tribunal Oral Federal Nº 1 de La Plata.
«Buenos días a todas, todos, todes. Soy hija de Ricardo Darío Chidichimo, desaparecido el 20 de noviembre de 1976. Desaparecido que significa secuestrado y asesinado. Lo secuestraron por militar políticamente […] Fue un militante político comprometido con una causa», sostuvo su hija, que al momento del secuestro de su padre tenía apenas ocho meses de edad.
Entrada la madrugada del 20 de noviembre de 1976, Ricardo y su esposa, Cristina del Río, volvían a su casa en Ramos Mejía después de un casamiento. No imaginaban que media hora después más de una decena de hombres armados y vestidos de civil irrumpirían en la casa por el patio trasero y por el frente.
Esa madrugada fue secuestrado otro militante de La Matanza, Jorge Congett alias «El Abuelo», quien junto a Chidichimo y otros compañeros, de apellido Rizzo, Galeano y Lafleur, habían participado en la formación del Partido Auténtico, brazo político de la organización Montoneros.
Con una frazada encima, Chidichimo fue sacado de su casa y obligado a subir al baúl de un Falcon, afirmó luego Cristina. Ella, también cubierta con una frazada, fue sometida a un interrogatorio mientras escuchaba cómo daban vuelta la casa, robando como «rapiñeros» todo lo que podían, como un juego de cubiertos de plata Lappas.
Al día siguiente, su esposa, su madre y su padre iniciaron la búsqueda, que «fue tortuosa. Nadie decía absolutamente nada», recordó su hija el martes ante el tribunal federal que integran los jueces Ricardo Basílico, Esteban Rodríguez Eggers, Walter Venditi y Fernando Canero.
Como tantístimas otras familias, fueron a Campo de Mayo y también a ver a monseñor Emilio Graselli, vicario castrense, a quien hasta ahora y pese a los numerosos testimonios acerca de su vínculo estrecho con los represores y sobre las fichas que el propio prelado armaba de cada víctima y su familia, la Justicia no lo tocó.
Su abuela paterna, Nélida Ordeliza de Chidichimo, se acercó a los organismos de derechos humanos, particularmente a Madres de Plaza de Mayo. Acudía a la iglesia Santa Cruz, y tanto ella como su nuera Cristina conocieron al genocida Alfredo Astiz, que entonces se hacía pasar por hermano de un desaparecido con otra identidad.
Según la reconstrucción que pudieron armar su esposa e hija con la ayuda de testimonios de otros sobrevivientes, Ricardo Darío pasó por tres centros clandestinos de detención. Quien afirmó haberlo visto en El Infierno fue Nilda Eloy, sobreviviente del genocidio, que falleció por una enfermedad en 2017.
«Me dijo que mi papá había llegado a El Infierno con El Abuelo, con Rizzo y Galeano […] Era un grupo grande de San Justo», precisó la testigo el martes al recordar su encuentro con Nilda Eloy en las oficinas de la Comisión Provincial por la Memoria, en La Plata. Nilda Eloy le contó de El Infierno, y también que a través de una ventanita o claraboya su papá podía ver el cielo «y todos los días les daba el parte meteorológico».
Hincha de Banfield, Ricardo Chidichimo fue reconocido por el club en 2019, cuando hizo un banderín verde esmeralda titulado «Los 11 de la memoria» seguido por las fotografías de once detenidos-desaparecidos a quienes les restituyeron su condición de socios, contó su hija al tribunal sin ocultar su emoción.
Sus abuelos y ella entregaron sangre al Equipo Argentino de Antropología Forense. «Nilda habló de buscar en el cementerio de Avellaneda y de Villegas […] pero por ahora no hemos podido encontrar nada», sostuvo al final de su declaración.
Florencia Chidichimo pidió la máxima pena para los imputados en la causa. «Hubo mucha gente cómplice, civiles y la Iglesia», sostuvo, y reclamó la apertura de archivos. «Son militantes, son 30.000», sostuvo luego de considerar que la Justicia debería pedir «perdón por la tardanza» en celebrar este juicio, 45 años después de aquella tragedia.
«Tierra, hoy te pregunto a tí, temblando, ¿lo tienes tú?»
Cristina Adriana del Río tenía veintisiete años y una hija de ocho meses que esa noche había dejado al cuidado de su mamá para ir a una fiesta de casamiento. Trabajaba en la Municipalidad de La Matanza, donde había armado un gabinete psicopedagógico. Militaba en la Iglesia Tercermundista, como su marido, y en la Juventud Trabajadora Peronista.
«Fui esposa de Ricardo Darío Chidichimo. Fui testigo presencial de su secuestro, que sucedió el 20 de noviembre de 1976». Mientras escuchaban gritos de «¡abran, abran, policía!», atinaron a vestirse y salir a un patio interno.
«Cuando salimos al patio, se tiran desde arriba de los techos, no sé cuántas personas. Inmediatamente nos vuelven hacia adentro de la casa. A mi marido lo llevan al living y yo quedo sentada en la cama de la habitación», relató con voz pausada al tribunal.
«A mí me interroga solamente una persona y a mi marido otra. Me manosea», contó esta mujer que pertenecía a una familia de militares. Su padre había trabajado junto al general Juan Domingo Perón e inclusive estaba en la lista para ser fusilado en José León Suárez. Su suegro, que había trabajado como piloto en la Fuerza Aérea, había pasado a Aerolíneas Argentinas.
Esa madrugada eran entre «diez y quince personas en total, fuertemente armadas y de civil. Solo dos manejaban el operativo», indicó, deduciendo que eran militares por su jerga.
La amenazaron ese día y luego por teléfono. La vigilaban cuando salía de su casa. «Con la familia de mi suegro nos movimos mucho», aseguró, y mencionó a dos militares de apellido Salinas y Rearte, ante quienes fue a pedir por su marido. «Buscábamos en regimientos, en cárceles. No pensábamos que iba a quedar en condición de desaparecido», aseguró.
En La Matanza la obligaron a renunciar y, pese a las ofertas de su suegro para irse del país, decidió quedarse. Para entonces «había perdido a mi marido y en una hora y media pierdo la casa, el auto, el trabajo. Me quedé viviendo en la casa de mi mamá, y al poco tiempo me anoté para trabajar como maestra».
Astiz, haciéndose pasar por Gustavo Niño, le preguntó una vez: «Tu marido estaba en la joda». «Me quedé paralizada», recordó. «Noticias de Ricky», le dijo uno por el portero eléctrico en el edificio de su mamá semanas después del secuestro. Lo dejó subir. Meses atrás lo reconoció en fotos de represores durante el juicio por la Brigada San Justo. «Ricky me pidió que te dijera que sigas buscando por la iglesia», le había dicho ese hombre rubio, grandote. «Hacía una semana que mi mamá y mi hermana habían ido a ver al vicario castrense», precisó este martes.
Sin embargo, hacia febrero de 1977, a un tío militar, José María Villafañe, le dijeron que ya no buscaran más a Ricardo.
En mayo de 1984 declaró ante la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (CONADEP). Pero fue recién a través de Nilda Eloy cuando tuvieron información importante sobre el destino de Ricardo.
Madre e hija mencionaron a Diego Guelar como otro de los militantes de aquel grupo, del cual es el único que no estuvo secuestrado. «Era el abogado de la organización y militaba con nosotros», afirmó Cristina, quien también pidió «justicia para Ricardo y para los 30.000, y cárcel común y efectiva» para los responsables.
Cristina del Río quiso recordar a su suegra y leyó un tramo de un poema que esta le escribió a su hijo el día en que hubiera cumplido treinta años. «Fue secuestrado en esta, su patria que una vez fue llamada Tierra de promisión y de paz / Tierra de gente que porta capucha y armas en las manos / Tierra no puede ser tuya esta gente que no tiene alma […] Tierra donde lo perdí una madrugada triste / Tierra, hoy te pregunto a tí, temblando, ¿lo tienes tú?».