Fuente: Diario Contexto - Ago 17, 2021
Fue gracias a los testimonios de un puñado de sobrevivientes del centro clandestino de detención (CCD) que funcionó en la Brigada de Investigaciones de la Bonaerense de Lanús con asiento en Avellaneda que familiares de militantes secuestrados en 1976 que permanecen desaparecidos pudieron saber que sus seres queridos pasaron por El Infierno, entre otros campos de tortura y exterminio de la dictadura cívico-militar.
Jorge
Barry, hermano mayor de Enrique y Juan Alejandro, fue el primero en
brindar su declaración de forma virtual el martes ante el Tribunal
Oral Federal Nº 1 de La Plata, que lleva adelante el juicio por los
delitos de lesa humanidad perpetrados en el Pozo de Banfield, el Pozo
de Quilmes y El Infierno de Lanús. En esos tres CCD funcionaban
brigadas de la Bonaerense, dirigida entonces por Ramón Camps y su
mano derecha, Miguel Osvaldo Etchecolatz, y conformaban el represivo
Circuito Camps, integrado por una veintena de centros
clandestinos.
Barry
describió el hogar en el que se criaron los tres hermanos varones y
la menor, Juana, en Adrogué, fruto de un matrimonio que se había
conocido en Londres al alistarse como voluntarios en la Segunda
Guerra Mundial. Apasionados por la historia argentina, los varones
empezaron a militar en el Colegio Nacional de esa localidad.
Su
padre era abogado, titular de la cátedra de Derecho Agrario de la
Universidad de Buenos Aires (UBA) junto con Alfredo Martínez de Hoz,
y trabajaba en el Banco Nación, frente a Plaza de Mayo, desde donde
fue espectador aterrado del bombardeo de la «Fusiladora», el 16 de
junio de 1955.
Enrique
fue secuestrado el 22 de octubre de 1976 en una plaza de Bernal. Su
compañera, Susana Papic, que estaba embarazada, fue secuestrada el 6
de diciembre de ese año. Tiempo después, su bebé, Agustín,
apareció en las escaleras de la Casa Cuna y pudo ser entregado a su
abuela materna.
Su
hermano Juan Alejandro y su compañera, Susana Mata, fueron
asesinados en Uruguay por una patota de la entonces Escuela de
Mecánica de la Armada (ESMA), uno de los mayores centros
clandestinos de tortura y exterminio que puso en marcha la dictadura.
Su asesinato en el vecino país se enmarcó en el llamado Plan
Cóndor, sistema de coordinación represiva de las dictaduras del
Cono Sur. Detenido en la Brigada de Banfield ya en 1974, Juan
Alejandro terminó preso en la Unidad 9 de La Plata. Su compañera
pasó del Pozo de Banfield a la cárcel femenina de Olmos, donde dio
a luz a su hija Alejandrina el 29 de marzo de 1975.
Recuperada
la libertad, pasaron a la clandestinidad, relató Jorge Barry, y
fueron asesinados en Uruguay. De este lado del río, la dictadura
aprovechó el hallazgo de la niña para armar una operación
mediática a través de varias revistas de editorial Atlántida,
como Gente, Para
Ti y Somos,
con titulares como «Los hijos del terror».
Cabe
mencionar que Alejandrina Barry declaró como testigo en este juicio
en marzo pasado.
El
propio Jorge Barry fue víctima de un violento allanamiento en el
domicilio familiar en Adrogué el 23 de octubre de 1976. Allí, una
decena de personas de civil fuertemente armadas y con jerga del
Ejército, según su opinión, le preguntaban insistentemente por
Enrique.
Su
padre intentó, a través de Martínez de Hoz, obtener alguna
información sobre el paradero de Enrique, pero fue en vano.
La complicidad de la jerarquía católica
Barry
y las testigos que lo sucedieron, Claudia y Patricia Congett,
coincidieron en referirse a las gestiones que sus familiares
realizaron por entonces ante el vicario castrense Emilio Graselli en
la iglesia Stella Maris de Retiro.
«Me
atendió en tres o cuatro oportunidades. Me dijo que Enrique estaba
bien. En la última me dijo ‘no te preocupes más. Está bien. Está
con Dios», relató Barry al Tribunal.
«Años
después lo declaré ante la CONADEP [Comisión Nacional sobre la
Desaparición de Personas]. Por los relatos, por la forma en que lo
describía, no tengo dudas de que estuvo en contacto con él y que
tenía mucha más información. Él me relataba su asistencia a los
grupos de tareas. Tengo la certeza de que Graselli había visto a mi
hermano», sostuvo Jorge Barry.
El
20 de diciembre de 1977 la familia fue informada de que Juan
Alejandro y Susana Mata habían sido asesinados por un grupo de
tareas de la ESMA. Su padre viajó entonces a Uruguay y regresó con
la pequeña Alejandrina.
«En
enero de 1978 empieza una campaña feroz de desprestigio por los
medios de prensa, principalmente de editorial Atlántida», precisó
Barry, antes de indicar que esa denuncia penal es objeto de otro
juicio «lamentablemente bastante lento».
Nilda
Eloy, que pasó por el terror de El Infierno y declaró en sendos
juicios por delitos de lesa humanidad, fue también quien señaló
que allí había estado secuestrado Enrique Barry.
La
represión se cobró la vida de sus hermanos y sus cuñadas y dejó
«tremendamente doloridos» a Jorge y Juana. Su padre fue obligado a
jubilarse en la UBA y echado del Banco Nación. «Terminó con una
depresión tremenda», se lamentó.
Al
concluir, reclamó honores para «estos luchadores y resistentes a
una de las peores dictaduras que ha habido en Latinoamérica», y
agradeció por haber podido atestiguar «en nombre de mis hermanos y
de los 30.000 desaparecidos de un país que nos duele mucho».
Las
hijas de Jorge Luis Congett, “El Abuelo”
Jorge
Luis Congett había nacido el 17 de noviembre de 1931 en la ciudad de
Buenos Aires. Su secuestro y desaparición son también caso de este
juicio.
Sus
comienzos se remontan a la CGT de los Argentinos, donde conoció a su
esposa, Esther Muiños, con quien años más tarde tendría a
Patricia, hoy de 62 años, y a Claudia, de 50 años, ambas testigos
familiares en este juicio.
El
bombardeo de Plaza de Mayo había marcado a ese hombre, que terminó
desarrollando su trabajo gremial en la municipalidad de La Matanza,
donde se dedicaba además a la militancia católica y de acción
social, cercano a los curas tercermundistas de aquellos años.
Viviendo en la localidad de Villa Luzuriaga, empezó a militar en la
Juventud Trabajadora Peronista (JTP), en la organización Montoneros,
y fue uno de los fundadores del Partido Auténtico de La Matanza.
El
apodo no era en vano. Le decían «El Abuelo» porque ya para
entonces tenía 45 años y era uno de los cuadros políticos de más
edad.
La
madrugada del 20 de noviembre de 1976, casi una docena de hombres
armados, de civil, irrumpieron en su vivienda, que las dos hijas
describieron como «una casa de puertas abiertas, donde venían
muchos compañeros de militancia».
«Le
pedimos por favor que se fuera, pero él no quiso y se subió al
techo», recordó su hija mayor. Los verdugos lo hicieron bajar y se
lo llevaron.
Recorrieron
morgues, hospitales y juzgados. Pero recién en 2011 pudieron saber
por Nilda Eloy y Horacio Matoso que habían visto a su padre en El
Infierno de Lanús. En el mismo grupo de trabajadores secuestrados
«en el oeste» del conurbano, en La Matanza, estaban Ricardo
Chidíchimo, José Rizzo y Héctor Galeano.
«El
último recuerdo lindo que tengo fue el 6 de noviembre de 1976. Yo
cumplía seis años. Me hizo el mejor cumpleaños de mi vida»,
relató Claudia, la más chica, que no se olvidará nunca del
proyector de Super 8 con el que esa tarde les pasaron películas de
Disney a ella y «a todos los chicos del barrio».
Ambas
mencionaron puntualmente a Diego Guelar como un «alto dirigente de
la organización Montoneros» que «debería ser llamado por la
Justicia porque debe saber muchas cosas».
«Como
muchas familias de desaparecidos, íbamos a la Vicaría Castrense a
ver a monseñor Graselli, en la iglesia Stella Maris», dijeron las
dos hermanas, que coincidieron igualmente en afirmar que «fueron
años muy difíciles, de mucha tristeza y de mucha soledad».
Patricia
recordó claramente que Graselli confeccionaba unas fichas que forman
parte de un archivo «que fue secuestrado» y que «contenía las
anotaciones de los destinos que creíamos habían tenido nuestros
familiares.» La mujer pidió que se busque ese archivo.
La
hermana mayor, que al día siguiente del secuestro de su padre
cumplía dieciocho años, recuerda claramente que lo obligaron a
subir a un Chevy negro, muy probablemente al baúl. Era un auto «que
no tenía patente», aseguró.
Muchos
años después, los restos de José Rizzo aparecieron en el
cementerio de Villegas, pero «los restos de mi padre no aparecieron.
Seguimos buscando», comentó Claudia Congett, que participó de la
fundación de la asociación HIJOS La Matanza, antes de señalar que
entregaron su «gota de sangre» al Equipo Argentino de Antropología
Forense (EAAF).
«Sabemos
y creemos necesario que en el cementerio de Avellaneda, donde está
el panteón de la Policía… Dicen que debajo hay restos de
desaparecidos. Creemos que la Justicia tiene que intervenir. Los
familiares necesitamos saber el destino de nuestros familiares»,
reclamó. Ambas se refirieron al sector 134 de la necrópolis.
Las
dos declararon en el Juicio por Brigada San Justo, pues su padre
también fue visto en ese CCD por sobrevivientes. Reconocieron a uno
de los oficiales de la Bonaerense que revistaba en esa Brigada,
identificado como Cristóbal García.
«Hace
45 años que lo estamos buscando», sostuvo Patricia Congett, que
reivindicó los testimonios de los sobrevivientes. «Sería hora de
que alguien diga dónde están y qué hicieron con ellos», pidió
esta mujer que reclamó a la Justicia «que nos acompañe», pues
hasta ahora «ha apelado mucho a nuestra
paciencia».
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